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Me desperté a las seis de la mañana y, cuando abrí los ojos, estaba hundida en un pozo emocional. La vida es complicada en sí misma y, cuando una agrega quimioterapia y otros condimentos domésticos, algunos días simplemente son too much.
Cuando abrí los ojos, literalmente sentí que me dolía el alma. Pero, como soy terca como una mula y me gusta pensar que a fuerza de voluntad puedo con cualquier cosa, me levanté de la cama y decidí enfrentar el día sin más. Mmm….
Una vez que mis hijas estaban en la escuela, caí en la cuenta que realmente me sentía F-A-T-A-L. Llamé a una amiga, lloré a moco tendido durante media hora y luego decidí tomar el toro por las astas y darle una vuelta de tuerca a la realidad.
En el transcurso de las últimas semanas, estuve leyendo un libro sobre la conexión entre el cuerpo y la mente y el impacto del ejercicio en nuestro estado emocional. En esencia, el ejercicio ayuda a generar endorfinas (la hormona de la felicidad) y equilibra nuestro ánimo, ayudándonos a sacar de nuestro cerebro la ansiedad, la depresión y esa desagradable sensación de ¡puaj! emocional.
Habida cuenta de ello, en lugar de dirigirme a mi café habitual con este fascinante libro y mi cerebro estudioso, llevé mi alma dolorida al gimnasio. No, no tenía ganas de hacerlo, ni tenía motivación o entusiasmo real. PERO, si podía ponerle garra mental a la mañana y funcionar aun con mi alma dolorida, ¿por qué no darle un giro a las cosas y, ponerle garra mental a algo que, según los entendidos, podía aliviar ese agujero emocional?
Llegué al gimnasio, tomé una botella de agua y, sin pensarlo dos veces, me subí a la cinta y comencé a correr. Sin darme cuenta, veinte minutos de cardio más tarde, un nuevo horizonte se dejaba entrever...
Entrené durante una hora y, mientras seguía poniendo garra y haciendo ejercicio, podía sentir (igual que con la quimio corriendo por mis venas) las endorfinas trabajando y entrando en acción. No es que estuviera mágicamente feliz y mis preocupaciones se hubieran disipado, pero pude poner las cosas en perspectiva y mirarlas con equilibrio y renovado vigor.
Horas más tarde, sentada en mi café habitual, el sol entibia mi cara, me encuentro serena y el agujero en mi alma se ha ido... Comprobé que, en efecto, entre cuerpo y mente existe influencia mutua y conexión. Pero más importante aún (para la quimio y para la vida), comprobé el valor de testear teorías y hacer el intento, para salir de los pozos y avanzar más allá de donde estamos hoy.
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